El salón de las plantas blancas

December 03, 2020

Mi padre me dejó en herencia una fábrica de químicos y nada más. Ninguna foto familiar, ninguna conexión con el mundo real, ninguna pista de qué hacer cuando los europeos inventaran un químico sustituto más barato, con mejor olor y más seguro. Mi padre no me dejó más opción para sobrevivir que arrastrarme vendiendo químicos a los pocos viejos que no se habían enterado del maravilloso mundo de la modernidad y que no habían buscado alguna alternativa al veneno en barriles que yo vendía. Entre ellos, el viejo de las pelucas, JCA. Es decir, culpo a mi padre por haber tenido que bucear en ese mundo y estar ahí comiendo completos con dobles de personas que no merecen dobles.

Es que es italiano, así hacen negocios allá. Aunque fuera realmente italiano (al final del día, ¿por qué no se llama Giancarlo?), no tiene por qué insistir en cerrar cada venta (cada acuerdo, como dice, creyendo imprimir una cuota de misterio a la compra de químicos para sus pelucas) en su casa atestada de fotos que envejecieron tan mal como los retratados. Cada cierre, una fiesta con fiesteros que deberían ir a revisarse al doctor, hace años que todo les duele, pero están aterrados. Le podría emitir la factura y que me pague en 60, 90 días, lo que quiera. Pero no. Efectivo, todo al contado, mirándose a los ojos, condición inamovible. Además, hoy ha prometido un nuevo negocio, una nueva experiencia.

Aparte de los invitados exóticos (llamarles bohemios pondría una imagen equivocada en sus cabezas), podía ver a algunos de mis colegas sufrientes. Algunos dueños de cadenas de peluquerías, un sujeto que importa un sucedáneo barato del Agorex, y un par de ejecutivos de canales de televisión. Nos reconocemos entre nosotros, pero no entablamos conversaciones, porque no tenemos nada en común. Nos limitamos a ver a las bailarinas en silencio, comiendo lo que sea que llegue a nuestro alrededor y escondiendo discretamente el rostro cuando alguien saca una foto.

El italiano no se deja ver, encerrado en su oficina. Por fuera, uno de sus sobrinos sostiene la postura de un guardia de discoteca, protegiendo la puerta que separa a los VIP. Rapado y con las cejas absolutamente depiladas, los únicos pelos en la cabeza de este sobrino (no sé su nombre, ya que son demasiados y todos iguales) son sus pestañas largas y probablemente encrespadas. Sus pupilas y fosas nasales están artificialmente —léase: químicamente— dilatadas. Las venas de la sien y los bíceps pulsan al ritmo de los tics nerviosos que le recorren ese cuerpo en alerta extrema. Se percata de que lo miro y me gruñe, mostrándome unos dientes amarillos y con frenillos metálicos. Bajo la vista aterrado y con todo el respeto que logro conseguir.

Sonidos metálicos y un alarido se cuelan desde adentro, y aquella bestia de sobrino abre la puerta. Me gesticula que entre, al igual que a los otros empresarios. Temblamos, no discutimos, y dejamos amortiguado el sonido del falso Sandro al cerrarse la puerta detrás de nosotros. En la cabecera de una mesa de directorio está JCA, vestido con un frac impecable. Contra las paredes hay, atestados, incontables maceteros con plantas absolutamente blancas y cubiertas de pelo. Helechos, camelias, bonsáis, todos con tallos y hojas cubiertas de un pelaje albino. La tierra de los maceteros, en cambio, parecía negra. El enjambre despedía un olor básico, como a pasta de dientes con jabón.

Al fondo, atrás de JCA, justo delante de las cortinas corridas, había una jaula con alguien que me cerró la garganta e hizo temblar mis piernas. El italiano nos dirige una mirada inyectada de sangre y niebla química y proclama:

“Con todo, será el número de los hijos de Israel como la arena del mar, que no se puede medir ni contar. Y en el lugar en donde les fue dicho: Vosotros no sois pueblo mío, les será dicho: Sois hijos del Dios viviente”.

“Pero Maestro, ¿quién es aquel a quien encierras en tus aposentos? ¿Es acaso un ídolo dorado, o bien tu hijo que los profetas han anunciado?”, preguntó el discípulo del pegamento imitación Agorex, revelándose como palo blanco.

“No es ninguno de ellos. Es mi sobrino y, a la vez, el futuro del entretenimiento. Pues Dios me entregó las llaves del Reino capilar, y hoy les muestro lo que ocurre cuando invertimos los talentos entregados. Las pelucas fueron el bautismo en agua, mas ha llegado ya la hora del bautismo en fuego y pelo. El pelo humano y postizo ya no cubrirá solamente las cabezas, sino todo lo que quedó desnudo cuando nos alejamos del Edén.”

En su jaula el sobrino, vestido con el traje de Gato Juanito, se lamía el patchwork de pelo humano que le cubría las extremidades. Nos mira con los inconfundibles ojos sanguinolentos de la dinastía Avatte, y muestra los frenillos metálicos que sostienen apenas dientes amarillos y podridos. Temblaba y emitía sonidos roncos y guturales, sin mostrar una conciencia humana. Hasta que JCA le pone play a la música de Cachureos, se yergue en dos patas y comienza a bailar.


Escrito por JM Comber — Ingeniero de software en Santiago de Chile. El balance entre el cansancio y el aburrimiento es sutil.
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